jueves, 17 de diciembre de 2015

La breve ausencia (relato de impresiones en el desierto de Gobi)

Comenzado el ocaso, la camioneta (una hermosa UAZ 452 soviética) hace un alto en algún punto perdido de la región de Ömnögovi, ubicada al sur de Mongolia. Se acerca el final de lo que fue un itinerario de viaje que, sin exagerar, merece la definición de implacable. No por el esfuerzo físico que haya demandado, sino más bien por el maratónico recorrido (más de 6000km) que fueron realizados de forma intensiva, para ganarle días, horas, minutos y segundos al tiempo. –“El tiempo”. Emito un suspiro de alivio y aprovecho los últimos vestigios de luz solar para releer un pasaje de mi anotador de viaje. Un fragmento que se remonta dos días atrás, cuando había finalizado la etapa del Transiberiano.

(…) pensé en esto último durante los 4 días de trayecto entre Moscú y Ulan Ude (ciudad de la Republica de Buriatia y punto obligado para quienes deseen cruzar la frontera mongola desde el este y dirigirse hacia Ulan Bator, su capital). Reincidiendo en el verbo, pensé en que todo viajero se enfrenta a un enemigo, es decir, algo a que vencer (admito en que no es un razonamiento demasiado osado el mío, ya que básicamente esto se aplica a nuestra vida cotidiana). Como sea, en el presente caso, el que nos abarca a mi compañero de viaje y a mí, el enemigo no se manifiesta como una feroz montaña, o una tromba marina en el medio del índico. No vamos a enfrentarnos a la soledad de un bosque eterno (la Taiga sería un bello ejemplo), ni a la supervivencia entre un enjambre de animales salvajes. El hombre tampoco supone un dilema mayor (salvo lo contemplado en cuanto a posibles situaciones de hurtos, peleas y estafas). El dinero, siempre un inconveniente, por suerte ha de combatirse a través del regateo, el racionamiento y, porque no, la solidaridad entre viajeros. Por descarte, concluyo que dado el objetivo de cubrir tal distancia para abordar el desierto de Gobi en un plazo de 8 días, nuestro némesis no es más que un fantasma, creado y alimentado por nuestra especie, una ilusión que nos acecha sin tregua. Dejo de lado el vulgar preámbulo y subrayo la siguiente afirmación: el tiempo es el enemigo a vencer. ¡Que incoherente dilema! ¿Cómo derrotar a lo que no existe? Quizás el viaje me dé la respuesta.

Guardo el anotador en la mochila. La puerta trasera de la Bukhanka está abierta y de sus tripulantes solo yo aún permanezco en su interior. Me aventuro fuera. Pongo los pies en la árida superficie y doy inicio al ritual que realizo al concluir las extensas travesías. Inhalo intensamente el aire hasta hinchar los pulmones, para después dejarlo escapar con violencia (me gusta pensar que esta exhalación representa un zonda que se lleva toda la porquería acumulada en el interior). Este evento, tan necesario para mí, implica la clausura de los sentidos audiovisuales. Por tal motivo, mi conmoción al abrir los ojos se convierte en algo indiscriptible. La felicidad intensa dibuja de manera inconsciente una sonrisa en mi rostro. El paisaje se nutre de montañas a lo lejos, pasturas en los alrededores,  algunos camellos y varias cabezas de ganado ovino y caprino. Se completa con tres Yurtas inmaculadas, de puertas pintadas en distintos colores. Una mujer mongola entrada en años sale de una de las mismas. Al pasar sonríe y saluda gentilmente. La escucho murmurar algo en ese rudo idioma que es el mongol y me hace señas para ingresar en la tienda. Es hora del té y, por ende, de ingerir alimentos (he apuntado en mi anotador el testimonio de la guía, quien señalaba que el té mongol lleva, además de leche, sal, con el fin de retener el cuerpo líquido y permitirse los pastores completar las largas jornadas en el campo).

Tras comer la noche se ha presentado y las estrellas que antes se mostraban tímidas en el firmamento, han ganado confianza y ahora se exhiben con un esplendor conmovedor. Me alejo del campamento. Me esperanza la idea de que entre el cielo y el desierto me sean confiadas las respuestas buscadas (o al menos me ayuden a formular las preguntas correctas).

El cosmos me empequeñece.  No soy de realizar actos sin pensar y sin embargo me hallo acostado en el suelo. La región del Gobi no cesa en su afán de poner a prueba mis reflejos. Anula mi capacidad reflexiva. La ansiedad (característica despreciable de mi persona) se encuentra aplacada. La sensación es la de un vacío absoluto. Contemplo ya no las estrellas, sino el contexto. En algún momento del viaje había pensado en el silencio absoluto. Ese sonido vibrante que genera el viento en una región abierta. Pero he aquí la trampa en lo dicho y es que hay sonido, demasiado si se presta atención. La música más bella se esconde del otro lado de los umbrales de la percepción. Me toca a mí ser uno de los privilegiados en esta ocasión. Sin embargo, me distrae también lo que llega a lo lejos desde el campamento. Mi burbuja se rompe y de nuevo soy un ser ansioso y lleno de temores. Pienso en si habrá serpientes, quizás algún animal carroñero, insectos, tal vez algunos sean venenosos. La sensación de soledad que antes me amparaba, ahora me acecha. Me lleno de dudas inútiles. Lo siguiente que escucho es mi corazón latiendo de manera intensa e irregular. En seguida me tranquilizo. Sigo sin haber aprendido nada. Tal vez nunca lo haga. Pienso en que como son las personas (en como soy yo para no ser tan objetivo). La experiencia pareciera ser un proceso donde uno comete los mismos errores una y otra vez pero con mayor cautela.

Ya incorporado, me percato del frío, que ahora me pellizca el rostro y entorpece mis movimientos. Busco el pasamontañas y los guantes en el bolsillo del abrigo. A lo lejos la yurta despide humo por la chimenea. La camioneta tiene sus luces interiores encendidas. A más de 20000km se encuentra Buenos Aires, en la antípoda del globo esta mi casa. Dando pasos sobre un suelo que nunca creí iba a pisar (la infantil reflexión me hace tomar un puñado de tierra con la mano para luego dejarla caer). Pienso en que esto pronto sera un recuerdo (quizás ahora mismo  me encuentre transcribiendo a la computadora este escrito con la horrenda caligrafía).

El tiempo es una invención humana. Borges dejo bien claro que salvo el hombre todo ser vivo es inmortal por no tener conciencia respecto a su deceso. Es justamente gracias a esto que somos capaces de actos que sobrepasan la mera subsistencia. Buscamos posteridad o justificar nuestra existencia. Amamos y odiamos con intensidad. En todo se demanda y se encuentra un significado. Hoy encuentro una respuesta más simple a todo este embrollo, así que antes de bajar este lápiz, mientras mis células se descomponen (hasta alcanzar el sabido desenlace), quiero recordarme que lo que realmente deseamos es felicidad (para nosotros y para compartir). Ante la ausencia de una mejor reflexión, concluyo el relato aquí. 

sábado, 21 de febrero de 2015

El sueño de Mingus (Goodbye Pork Pie Hat)

Charles Mingus sonaba en el ambiente. De no equivocarme, se trataba de Goodbye Pork Pie Hat.

La oscuridad de la noche parece desteñirse por la lluvia que acecha. Hace tiempo que el paisaje dejo de ser una de las cualidades ofrecidas por el barrio (quizás nunca lo fuera), así que no hay mucho por lo que lamentarse. La mía no es una ventana muy inspiradora, me hace pensar que no hay nada afuera que valga la pena. Sin embargo, la melodía intrusa me mantiene en el lugar, con las manos en los postigones, desertando en la idea de cerrarlos. Corro las cortinas con la intención de amplificar el sonido. Las polillas y otros minúsculos seres voladores aprovecharan esta única oportunidad para infiltrarse y rendir tributo a la luz de los veladores. Al menos la música ahora se siente más nítida. Doy unos sorbos a una tasa de café que había olvidado, tibia a estas alturas, y me dejo caer en el sillón dispuesto a escuchar toda la pieza. Recordaba el sonido de los instrumentos de viento y esa atmósfera en la que me inducían. Era como si un portal se abriera y alterara el mundo físico durante los cinco minutos, o más, en los que se extendía la interpretación. Vulneraba el sentido de la realidad por completo. Bajo este estado, siempre me imaginaba de detective, sentado en mi desabrido despacho,  a espaldas de un gran escritorio (con un mar de papeles a cuestas y un teléfono con el dial de rueda), observando a través de la persiana americana rota la lluvia cayendo de a montones sobre la ciudad. En esa fantasía, una mujer de otra época se presentaba en la oficina vestida de forma elegante, luciendo perlas en el cuello y con un fino tapado sobre su vestido de hombros descubiertos. Ingresaba sin siquiera haber llamado a la puerta y, tras nombrarme (“detective…”), se abría paso en el interior hasta sentarse. Siempre me rogaba por ayuda, aludiendo que era un trabajo que nadie más podía hacer y que ya no tenía a quién recurrir. Me encantaban las sutilezas, llenas de emociones y peligros, en las que me involucraba al escuchar Goodbye Pork Pie Hat.

Pestañeo un par de veces. No consigo abrir los ojos, así que los refriego intensamente para separar los parpados en su aplastamiento. Me siento mareado, así que me incorporo lentamente contra el respaldo del sillón. La camisa blanca empapada en sudor parece un chaleco de fuerza. Con gran dificultad la desabotono por completo. Recorro con la vista el cuarto para evitar pensar en la náusea repentina y también para lograr comprender la naturaleza de mi estado. La penumbra no alcanza a ser tal por las luces violáceas del cartel del hotel que se filtran por la ventana de forma impertinente. Las cortinas de tono marchito levitan y se dejan caer en ciclos inconstantes según la voluntad del viento, que trae olor a lluvia y alcantarilla. Unos jazmines colocados sobre la mesa de luz repelen la fresca peste. Por encima de mí el ventilador de techo rota a una velocidad inútil. En frente, un modular antiguo y desvencijado exhibe las pistas más fehacientes sobre lo ocurrido. Sobre el mismo se dejan ver menos de media botella de Wild Turkey, un cenicero repleto y algunas prendas femeninas, de las cuales reconozco, asombrado, el largo vestido rojo. Junto al mueble una puerta abierta despide vapor desde el interior. Se escucha el sonido del agua cayendo de la boca de un duchador. Desde donde estoy puedo ver la espalda desnuda de una mujer bajo la tenue luz del baño. Ella se arregla entre canturreos delante de un espejo con el azogue castigado por los años. Es de curiosa gracia notar cómo se sacude violentamente cada vez que se desenreda con el peine el cabello. Encuentro un extraño placer en la escena, como si recordara algo olvidado hace tiempo.

La escucho callar de pronto. Se queda inerte, sosteniéndose del lavamanos, mirando a través del espejo que comienza a cubrirse de vaho. Parece haberse percatado de mi recuperación. Comienza a cantar algo en inglés, reconozco una estrofa en la mala pronunciación: - “love is never easy. It s short of the hope we have for happiness”. Se da la vuelta. Ahora me observa directamente y sonríe. Murmura algo, no comprendo bien sus palabras. Pareciera mover los labios sin emitir sonido alguno, pero de algún modo sé que está hablando, quien no escucha soy yo. La cabeza empieza a darme vueltas con mayor intensidad. La mujer se acerca a la habitación y se detiene  en el umbral del baño junto al modular. Su mano derecha se pierde entre sus ropas y vuelve a mostrarse con un artefacto entre sus dedos. Reconozco aterrorizado el estuche de la Colt. Desconozco sus motivos, pienso en la trampa que pudieron haberme tendido en mi ausencia. Recuerdo cuando ella se presentó ante mí. Buscaba vengarse del hombre que había asesinado a su marido. Un policía era su principal sospechoso, pero no tenía pruebas para demostrarlo y nadie quería tomar el caso por temor, dadas las implicaciones políticas. Solo yo poseía los recursos fuera de la ley para llevar a cabo la tarea. Con el correr del tiempo, las visitas de la mujer reclamando detalles de lo investigado se intensificaron, las reuniones también se prolongaban cada vez más. Habíamos logrado un gran avance, incluso estábamos a punto de atrapar al sospechoso. Sin embargo, un error crucial casi nos cuesta la vida. Salve la suya en esa ocasión, pero el temor por lo acontecido aumento nuestra cautela y en consecuencia decidí suspender momentaneamente la investigación. Por consejo de mi parte, buscó refugio en el exilio. Durante ese tiempo de distanciamiento, comencé a sentir una fuerte atracción por ella. Cuando regreso a la ciudad, para mi sorpresa, me había invitado a cenar. Acepte sin dudarlo. Finalmente, todo concluye en esta escena, lo último que  recuerdo es a ella en esta habitación ofreciéndome whisky mientras se desvestía. También sentada en la cama fumando, interrogándome sobre algo absurdo, a lo que yo respondía sin mediar palabra alguna, una serie de incoherencias. Lo que sigue a continuación escapa a mi memoria. Ahora la veo desenfundar el arma que me quito mientras dormía (seguramente habría colocado alguna droga en la bebida) y dirigirla hacia mí. Pensara que soy el asesino, o quizás necesita hacer creer que lo sea. Comienza a cantar nuevamente. La visión se me nubla. Distingo su dedo jalando del gatillo. Un silbido intenso atormenta mis tímpanos. Algo estalla.


Me despierto exaltado. Veo la tasa  destrozada en la alfombra y su oscuro contenido cubriendo el área del desastre. Afuera había comenzado una fuerte lluvia. La música había cesado. Me incorporo temblando y con un desconcierto tan grande como mi pesar. Ya no podría volver a escuchar Goodbye Pork Pie Hat. 

domingo, 7 de diciembre de 2014

La Promesa

Estaba cantando en voz baja y junto a mí una mujer hacia lo mismo. La misma canción, el mismo modo, casi en susurro. La sorpresa no me invade de inmediato, demoro un instante antes de percatarme del curioso hecho. Al hacerlo, una sensación intensa de calor comienza a ramificarse a través de todo mi sistema nervioso, colocándome en un pasivo estado de alerta.

Siento temor y desconfianza, a la vez que simpatía y tranquilidad (como si dichos sentimientos antagónicos pudieran coexistir de la forma más natural). Pero el detonante de esta reacción, por demás indefinida, no es la mujer y su sensualidad, dispuesta en una forma de invitación a ser seducida junto a una isla de descuento en libros, mientras simula leer una edición maltrecha de Horacio Quiroga (aunque algo de eso hay, de que valdría negarlo).

El real motivo es la no existencia de la canción. Yo la invente, pero no en cualquier lugar y momento (a modo de ejemplo: bañado por la luz de luna, en un balcón mientras de fondo, y con motivo de inspiración, se hacían presentes las melodías de un disco de Bill Evans o Dave Brubeck). No. La canción se manifestó en mi boca, sin el filtro previo de un concepto razonado, o de algún evento particular en la experiencia que me haya movilizado el alma. No hubo interpretaciones previas en un bar, o en la radio, ni selle para la posteridad su contenido lirico en un pentagrama (sin ir más lejos, yo ni siquiera soy músico). La canción no existía hasta hace segundos. Yo le di vida. La creé de la nada, sin proponérmelo, un divertimento mientras buscaba entre los tomos apilados de una librería  “La invención de Morel” a un precio más que modesto.

Y allí estaba ella. La mujer que se apropiaba de mi canción recientemente inventada. Empleando las mismas palabras, haciendo énfasis en los mismos pasajes, la misma tonada (justifico la redundancia del término “mismo” en mi relato, dado que resume los motivos de mi estado de perplejidad absoluta. Pero debo ser concreto y no insistir por demás en este hecho. No debo vulgarizar lo inconcebible. Además, acabo de procesar la situación, de pasar del “¿qué?” al “¿cómo?”. A la sorpresa dio lugar la curiosidad).

Pensé entonces en las infinitas posibilidades que dieran respuesta a la interrogante que se acababa de presentar. La imagine siendo una persona del futuro muy cercana a mí, posiblemente mi mujer, hija o nieta. Ella entonces estaría cantando como una cómplice, muy cerca mio, una canción que, a sus sabiendas, compuse en este mismo día. Intuyo que se lo habré retratado como la anécdota más extravagante que me haya ocurrido.

Siguiendo con la lógica de esta teoría, empezaría por decirle lo atemorizado que estaba por el acontecimiento, a mí entender surrealista, que se me habría presentado en este sitio. Luego, le comentaría mis sospechas sobre lo acontecido y las resoluciones que habría abordado.

Me detuve en esta posibilidad, mientras la seguía con la mirada por todo el negocio hasta la fila de la caja. Seguramente al llegar a casa después de salir de la librería, en este día, me senté largas horas frente al escritorio y le di forma final a la letra. Habré pasado años tratando de pulir técnica en algún instrumento para agregarle la melodía deseada en la interpretación original, es decir, la actual en mi cabeza. Ni que hablar las lecciones de canto, dado que tanto esfuerzo se arruinaría con mi nivel, nulo, actual.

La teoría expuesta me convencía, o debo decir, me agradaba. Me imagine conservando esta duda conmigo hasta mi deceso. Comentándole el extraño suceso de aquel día en la librería en la primera vez que ensaye la canción frente a ella. ¿Le habré pedido que la recordara? ¿O lo habrá hecho por voluntad propia? Quizás le gustara tanto que llego a rogarme la repitiera en cada oportunidad presente, o en eventos especiales para ella, como su cumpleaños o en las navidades. Seguramente le pedí que, de existir la posibilidad de volver en el tiempo, me buscara en este mismo día, en este lugar, de blazer marrón con coderas y remera de batman debajo (la imagino riendo más por esto que por la inusual petición). Esto es, porque sabía que descubriéndola a ella daría forma a una canción que se convertiría en el sentido de la vida de ambos.

Tras pagar, ella se retira pasando por delante de mí (juraría que la vi sonreír al cruzar miradas conmigo). Su marcha rápida me provoca un impulso por querer llamarla y detenerla. Me sereno y bajo el brazo que había levantado en señal de alto. Me quedo con las palabras de ruego en la boca mientras la veo atravesar la puerta del establecimiento.

Al salir de la librería siento una leve angustia. Camino por Corrientes pensando en que quizás yo muera sin saber la verdad sobre lo que paso esta tarde. Me consuelo sabiendo que a fin de cuentas eso sería lo menos importante. De haber ocurrido todo según lo planteado, ella habría cumplido con su promesa. Había salvado la canción.

martes, 17 de junio de 2014

Chinkana

Entrecierro los ojos. Mi cuerpo se siente pesado así que las piernas ceden al camino. Busco sombra cerca del paraje. El sol no conoce la clemencia para aquellos que caminan por Bolivia. Finalmente un grupo de árboles ofrece refugio y me dejo caer a sus pies de una forma poca agraciada, arrojando la mochila a un lado y zambulléndome de cara a la tierra (me arrepentiré luego por la exageración del acto). Mientras estoy allí tumbado, alcanzo a ver los nevados de Sorata más allá de las aguas del Titikaka. Lanzo una última mirada al sendero antes de que el sueño venza y abandone esta dimensión que encierra la carne. Dedico unos segundos a fantasear con antiguas historias Incas que quizás transcurrieron dentro del recinto donde me hayo tirado. Me duermo con la imagen de una virgen del templo del Dios Inti cortándose las venas con la punta afilada de una rama.
  
 Desperté al poco tiempo, pero el escenario era otro. La camioneta no dejaba de sacudirse. Comencé a notar la acumulación de sangre en mis tobillos y el dolor punzante en las rodillas debido a la falta de espacio entre los asientos. Súbitamente recordé que por la tarde habíamos abordado el transporte que nos llevaría hacia las montañas de Sorata.  Sorprende ver el vehículo tan lleno. A mi lado, una cholita con su hija en brazos parece dormir plácidamente. A través de la ventana se vislumbra entre los matorrales la fina separación entre la camioneta y el vacío. A lo lejos divise los pueblos en las montañas, los animales pastando, la gente cultivando, las cholas pastoreando con sus distinguida forma de vestir. Siento hambre, pienso en cuando fue la última vez que comí algo, creo que fue en La Paz, pero esto no tendría sentido ya que son cuatro (¿o eran cinco?) los días desde que partimos de esa ciudad. Sin darme cuenta, el sueño me vence nuevamente. Bostezo, abrazo la mochila y apoyo la cabeza sobre la misma.

 Mis ojos se cierran, pero alcanzan brevemente a la oscuridad. En el mismo instante en que percibí la sensación de encontrarme dormido, me encontré sentado sobre el banco de una plaza. El clima era distinto, más cálido; las montañas también eran otras, así como la vegetación, el aire, las personas, los edificios, las aves, las cholas. Un cartel me advertía que me encontraba en Coroico. Al igual que la vez anterior, no viví la experiencia del viaje, pero los recuerdos del mismo estaban impregnados en mi memoria. Recordaba todo el tramo realizado por la camioneta hasta Sorata, las hileras de eucaliptus desplegándose por la montaña, la hostilidad de la gente de la zona hacia los extranjeros, la comida picante, el regreso a La Paz para reanudar el viaje hacia las yungas.

 Deduje la posibilidad de sufrir de insomnio dentro de uno de mis sueños. Temí por no despertar, por seguir saltando entre las dimensiones y acumulando lagunas temporales entre los hechos hasta el cese de mis días.  Me incorpore asustado, me moje la cabeza en el agua de la fuente. Compre una Coca Cola y me la bebí. No debo dormir, eso lo sé bien, pero, ¿hasta cuándo podré cumplir con esa empresa? Para colmo mi cuerpo se siente pesado, completamente extenuado. Es obvio que ha estado andando, yo lo recuerdo (aunque no lo haya vivido). La instancia en que y vivo y logro dormir escapa a mi saber. 

  La fatiga me hunde en uno de los bancos de la plaza, quiero evitar dormirme a toda costa, pero sé que no lo voy a lograr, mi cuerpo está al límite. Pronto cerrare los ojos, entonces uno de mis “yo” tomara mi lugar en el sueño y “yo” saltare hasta el momento en que otro de mis “yo” (tras haber despertado y vivido y volver a dormirse) despierta involuntariamente. Es deprimente darme cuenta que en esa teoría loca, la parte que me corresponde a mí es la más insignificante. Me había convertido en la resaca de un sueño malogrado, no me corresponde vivir, así como tampoco soñar. Soy la falla del sistema entre el plano físico y metafísico. Soy el limbo de mi propio ser. La confusión inmensa me hace doler la cabeza, siento un estado de ebriedad. Abrazo la mochila y entre maldiciones, y ruegos en voz baja, me duermo. 

domingo, 13 de abril de 2014

Los Antropófagos

-Soñé que estaba en un lago, nadando bajo el agua sin rumbo alguno. No había peces, ni algas, ni tampoco objeto alguno que se pudiera distinguir allá arriba en la superficie. Solo un halo de luz blanca iluminaba el vacío que me rodeaba en lo profundo. Para colmar el asunto, la temperatura del agua se asemejaba a la de mi cuerpo, así que la sensación de estar inerte aunque me encontrara en movimiento me predisponía a pensar que flotaba en la nada misma. Poco a poco me iba quedando sin aire. No había forma de que sobreviviera y tampoco tenía una motivación para estar vivo. De repente había aparecido ahí y lo único que sabía desde el principio de todo el asunto era que iba a morir. Sin embargo no sentía miedo, por el contrario, lo que me invadía era un estado de calma muy grande.

   Tras decir esto, hizo una breve pausa en su relato. Extendió su mano hacia la mesa donde había dejado un cigarrillo y se predispuso a fumar. Retuvo el humo unos instantes mientras miraba hacia el techo. Parecía buscar, en ese ínterin, las palabras adecuadas que dieran cierre perfecto a su relato. Al haber expulsado todo el humo de su sistema, continúo hablando.

-Sin lugar a dudas morí. Es muy gracioso lo que me paso al despertarme…pero no es lo importante, ni lo que quiero contar. El asunto es que no podía dejar de pensar en el significado del sueño. Bien podría tratarse de la representación de una etapa prenatal o un retrato de la muerte misma, pero lo que pensé fue que se trataba de la idealización de la vida. Alguien una vez me dijo, "a veces somos tantas personas en una, que terminamos olvidando quienes somos realmente. La furia de los días nos obliga a saltearnos de nuestras verdaderas metas. Es como si el presente nos avasallara con sus condiciones, así que hacemos una tregua con nosotros mismos de olvidar el pasado y resignar el futuro para, de esta forma, poder sobrellevar nuestras vidas de la mejor manera posible". Me convencí después de esto que el mensaje era muy claro. Cuando sienta en mis días otra vez la sensación que me cubría en el sueño, voy a saber que estoy haciendo las cosas bien. Mientras no olvide quien soy, ni lo que quiero, el caos que hace la vida no va a afectarme.
 
   Cuando acabó de decir esto, él volvió a fumar. Quedo en silencio un rato, como a la espera de algún tipo de comentario. Ella se dio cuenta de esto, así que limpio la comisura de sus labios, antes impregnados de sangre, y se predispuso a hablar.

-¿Cómo sabias que era un lago? Por lo que me describís parecía más el espacio y ahí también se flota- Dijo en tono burlón, sin apartar la vista del corte de carne que había hecho con sus dientes. 

-Supongo que sí. No es un mal razonamiento. Pero me gusto más pensar que se trataba de un lago. Pone en mejor contexto a la historia, ¿no?
 
   Ella siguió comiendo. Tras cada pequeña mordida apartaba la piel de la carne con sus dedos y lamia la sangre que de la incisión brotaba. Lo hacía con tal cuidado y gentileza que le restaba espectacularidad a la escena que se presentaba. Su devoción por la antropofagia había aumentado en el último tiempo, comía hasta saciarse y encontraba un gran placer en ello. Él, por el contrario, se vio cada vez más desinteresado en este asunto (aun cuando fuera él quien lo propuso como ritual tras cada vez que hicieran el amor) y últimamente solo se dedicaba a fumar y a observar cómo era devorado. No sentía nada en lo absoluto, ni dolor, o placer. Solo la curiosidad le venía en gracia, "¿cuánto tiempo le llevará hacerme desaparecer?" era lo que pensaba a menudo.

   Usaban un tipo de droga que ayudaba a liberar una gran cantidad de dopamina. La fuerte asociación entre este hecho y el daño causado a sus cuerpos les quito poco a poco el trauma del dolor y aprendieron a disfrutar del castigo que se infringían. Todo convenio moral era esquivo, toda lógica estaba ausente. No había promesas por cumplir, ni mañanas que inspiraran levantarse. El futuro no estaba en sus planes.

-Linda, ¿podrías abrir un poco la ventana? Siento que el aire se está empezando a viciar.
 
   Tardo un tiempo en levantarse del suelo, el efecto del sedante conspiraba contra sus movimientos. Al conseguirlo, empleo la silla del escritorio como soporte para lograr el equilibrio perdido por la falta de motricidad de una de sus piernas descarnadas, se arrastró con la misma hacia donde estaba la ventana y tras abrirla corrió también un poco las cortinas. La luz se hizo presente en el ambiente y expuso la realidad en que ambos vivían. Un  rincón con sábanas y toallas completamentente ensangrentadas, cenizas rebalsando un cenicero, humo y más humo.

    Él estaba sentado sobre la cama. Difícilmente se podría decir que era un ser humano dado las numerosas cicatrices y amputaciones sufridas. Cuando ella se acercó y le pidió el cigarro que contenía la droga, inmediatamente supo que era su turno para alimentarse. Le extendió el brazo como señal y guiño un ojo para confirmar el hecho. Él la miro a los ojos y con una sonrisa que parecía encubrir toda su tristeza acumulada, negó la oferta con un movimiento sutil de cabeza.
 
   Ella lo miro sorprendida, era la primera vez que se negaba a comer. Pensó en cómo había dado comienzo toda aquella situación. En la sensación de soledad que varias veces habían experimentado estando juntos y de cómo la necesidad insana por prevalecer los había arrastrado a devorarse entre sí, pensando que así podrían hallar una forma de complementarse mejor. Los reclamos constantes, las diferencias de opinión, los maltratos verbales; todo había desaparecido con la antropofagia.

  Tras un largo silencio, en el que ella fumaba mientras él la miraba con la vista perdida, fue el motor de un avión volando bajo lo que los hizo regresar al mundo del sonido.

-¿Y qué paso cuando te despertaste?- Pregunto ella de repente, ante el temor de ser devorada nuevamente por ese silencio que los conducía a la nada.
  
   Él volvió a mirarla a los ojos. El sol exponia a la luz su rostro deformado y la tonalidad de sus ojos cobro más intensidad. Un brillo que le confería nuevamente una vida. Ella tuvo por un momento la impresión de estar con otra persona. 

-Ah, eso. Bueno, cuando me desperté me dio sed

   Fue lo ultimo que le dijo. Sonrió al hacerlo, ella le devolvió el gesto, pero ninguno de los dos se echó a reír. Desnudos, en aquella habitación cubierta por el humo, se perdieron nuevamente en el silencio. Sus cicatrices serian el único vestigio de que alguna vez se habían relacionado.